lunes, 2 de mayo de 2011


La Iglesia vivió un día inolvidable. Hoy todos estamos de fiesta. Y como parte  viva de esta iglesia que somos, seguramente, vibrará en tu alma alguna imagen del Papa Juan Pablo II, alguna visita a tu país, el festejo por las calles al verlo pasar y la tristeza del atentado. Millones de almas se cobijaron en su oración, encendieron el fuego del amor vivo de Cristo en este mundo a través de su ejemplo de vida. Visitando a quién quiso matarlo y perdonándolo. Su partida...la congoja de todo un pueblo que lloró a un hombre extraordinario, que llevó la palabra de Dios a todo credo y religión. ... pero hoy somos testigos del primer escalón a la Santidad. El peldaño de esta escalerita que nos conduce al Cielo, a la casa del Padre, con la perfección de alcanzar la plenitud del verdadero Amor, la plenitud de llegar a ser Santo. 
Asi como Teresita siguió este caminito a la Santidad, con simpleza, servicio, oración y abandono, también son esas las huellas que Juan Pablo II ha seguido y ha dejado en cada uno de nosotros.
Es un honor compartir con todos ustedes este hermoso momento en la historia de la Iglesia Católica, por ello unamos nuestras oraciones en este día de júbilo y festejos, aquí en la tierra y en el Cielo, en una misma Comunión, para que su bendición sea derramada como gotas de rocío sobre esta humanidad sedienta de amor, de esperanza y de fe.

Oh Trinidad Santa,
Te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la ternura de Tu paternidad, la gloria de la cruz de Cristo y el esplendor del Espíritu de amor.
Él, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús Buen Pastor,
 indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo.
Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que imploramos, 
con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus santos. 
Amén.

Enviado por Cristina Degrandi